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LA MAGIA DE LAS OFRENDAS ANDINAS.


Don Ricardo sentado en la tierra desnuda tomaba pétalo por pétalo y lo presionaba delicadamente contra la concha marina recubierta de grasa de llama, el ornamento central de su ofrenda. Era algo placentero de ver. La delicadeza con la que acariciaba cada elemento, el contraste de colores que iba creando, la armonía de la forma que todo el despacho iba cobrando. Sus dedos se movían al ritmo de algo invisible, quizás el suspiro de un espíritu, o la voluntad del grupo de participantes. Don Ricardo permanecía impertérrito. La energía se movía en varias direcciones.


Don Agustín sentado sobre su manta tomaba un puñado de semillas y las dejaba caer desprolijamente sobre su ofrenda, iban perdiéndose entre los yuyos que como pelos enmarañados formaban un nido en el centro del despacho. Era algo desconcertante de ver. En aparente irregularidad iba colocando el resto de los elementos a los que luego bañaba en vino y pisco. Y mientras que con la fuerza de su voz invocaba a las montañas a su mesa, el aire del cuarto se impregnaba de un olor ajeno a este mundo. Don Agustín se movía histriónicamente. La energía se había inmovilizado.


Dos despachos y dos maestros diferentes, algo servido a la mirada del espectador, algo sucediendo que escapa a las explicaciones de quien mira.


A veces por fuera todo parece estar quieto pero por dentro todo esta cambiando; y otras veces las cosas de afuera se mueven, pero ese movimiento lleva a una quietud interna indescriptible. Y esa también es la magia del rito de la ofrenda.


En el Ande existen innúmeras formas de ofrendar a los espíritus de la naturaleza, y tantos tipos de ofrenda como cuántas necesidades tenga la comunidad, la familia y el individuo. Hay ofrendas para el rayo y el granizo, otras para la unión de la pareja, hay ofrendas para calmar el hambre de los seres de dentro de la tierra, y también las hay para revertir la energía negativa que ha llegado hasta tí.


En todas ellas hay una forma, un orden heredado de la enseñanza de un linaje, que no siempre será evidente, pero que tendrá una coherencia para quien la realiza. Esa forma quizás se manifestará en la posición en que son colocados los elementos, en los colores que se usan, en el tipo aroma o sabor energético que tengan, o en la orientación en la que se realice el pago.


Si aprendes con un maestro, su forma se te irá revelando con el tiempo. Y en los Andes rara será la vez que las cosas se te expliquen verbalmente en detalle, más abundarán las oportunidades en las que aprenderás observando y haciendo. Si prosigues con paciencia y dedicación esas formas serán una llave que te abrirá caminos insospechados, pero si fuerzas al maestro o a la energía para que se revele y se explique, es posible que te encuentres en un callejón sin salida.


Si la forma que toma la ofrenda es el vehículo para acceder a otros planos de energía, entonces quien ha de conducirlo es nuestra intención. Para muchos maestros andinos esto se conoce como la “fe” que pueda tener quien pide en los Apus y en la tierra, la profundidad y claridad con la que realiza su pedido; para otros puede llamarse “munay” el “querer” algo y saber volcar esa voluntad en una acción particular.


Uno de los regalos de esta práctica es que con el tiempo la intención irá encontrando los caminos y las formas correctas, y se irá ordenando a sí misma.

Pero llegado su momento, la magia de la ofrenda requerirá que a través de la forma nos entreguemos a lo que hay más allá y a través de ella.


Porque esa misma ofrenda que se prepara con sumo cuidado y dedicación, será eventualmente entregada a la quema que la consumirá completamente. El orden premeditado que le hemos dado como humanos será liberado por el fuego para seguir su curso y restituirse al libre fluir del cosmos. Restaurando en ayni el orden universal que no siempre es el mismo del humano.


Tanto Don Ricardo como Don Agustín eran conscientes de esto al realizar sus ofrendas: en el baile de sus manos y sus soplidos, en la calma de sus pausas y de lo que se respiraba en el aire de sus ofrendas; allí cohabitaban el sonido de aquello que se revela en un orden y el silencio de aquello que fluye mas allá de nuestra imaginación.


El practicante de la ofrenda y su intención son como el ave que al principio es arrastrada por las corrientes de viento, hasta que va aprendiendo cuándo aletear y cuándo dejarse llevar.



Francisco Victoria.

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